I trecento scalini
Tutto era calmo nella casa spenta.
Fino al giorno dopo, fino a Dio sa quando
il silenzio regnava come un idolo antico.
Non funzionavano le leggi del traffico,
quelle imprescindibili ordinanze
che bisogna rispettare per transitare nel corridoio.
È come se la notte proponesse una tregua,
come se allo spegnersi della luce, si spegnesse il pericolo.
Ascolto. Niente. Tutti tacciono unanimi.
Fissare l’oscurità è professare da morto:
gli occhi vanno dal nero che ci abita
al nero che ci avvolge.
Siamo gli spenti, gli assenti,
quelli che raccolgono tempo nei polsi;
siamo i revisori dei conti del silenzio
e quel silenzio è come un tunnel in cui avanza solo il tempo.
Non vedere, non essendo ciechi, è sprofondare nel tempo.
L’armadio, con la sua porta socchiusa, dà sulle coste della Francia.
Sento le navi che escono o entrano nel porto di Le Havre.
Vedo tre bimbe contente, a Barcellona,
perché andavano in viaggio:
basta con i bombardamenti,
non avrebbero più dovuto nascondersi sotto quella scala
che portava alle stanze di sopra
mentre sentivano, spaventate, il sibilo acuto delle bombe.
Ce ne andavamo, ce ne andavamo in Francia.
E così, arrivammo a Bañolas:
noi contentissime di vedere il lago,
papà, mamma e la nonna
trascinandosi il cuore, spingendolo verso la frontiera.
Per me, Parigi, fu a lungo un gatto.
C’era un gatto nella povera pensione in cui vivevamo,
un gatto che dormiva accanto ad una stufa.
Non vidi mai Parigi: vidi solo quel gatto.
E andammo a Le Havre per prendere una nave.
Noi con due pupazzi e una scimmietta,
papà con la sua cassa di quadri e un sogno braccato,
un sogno trasformato in incubo,
un sogno di massa
trascinato come unico bagaglio
da una immensa processione di persone sole.
Ma quella nave non giunse al suo porto:
aspettavamo, mentre mamma, per rallegrarci,
qualche giorno cantava El niño judío: «De España vengo, soy española».
Non arrivò la nave. Arrivarono gli aerei tedeschi.
Dovemmo camminare a quattro zampe nelle stanze dell’albergo,
che stava di fronte al porto.
Quell’albergo aveva un nome,
si chiamava «La Rotonde de la Gare».
Papà dipingeva, e come Modigliani,
usciva per offrire i suoi quadri alla gente. Neanche a lui li compravano.
Noi imparammo il francese in due settimane.
L’orologio de La Gare ha suonato il quarto,
papà mi dice di sollevare un po’ di più la testa,
due o tre pennellate e termina il ritratto.
Mio padre, non so bene perché, mi ritrasse da giapponesina.
Restai per sempre con il mio ventaglio,
con gli occhi leggermente obliqui e sorpresi,
in una età piuttosto indefinita
e un diadema di viole sui capelli.
Papà, andiamo al porto, andiamo al porto adesso che c’è tempo
e poi andiamocene di corsa a vedere il Bois des Hallates,
andiamo, che si è perso il tuo quadro e potrò vederlo solo con te e per sempre.
Papà, perdemmo tante cose
oltre all’infanzia e ai trecento scalini che dipingesti
non seppi mai se per dirci che bisognava salirli o scenderli.
E ora penso, dalla tua mano che mi aiutava a percorrerli,
che forse mi dicesti allora
che bisognava salirli e scenderli
e per questo li avevi dipinti
e per questo passasti giorni e giorni
a dipingere una scala interminabile,
una bella scala circondata da alberi e alberi,
piena di luce e di amore,
una scala per me,
una scala affinché potessi uscire,
vivere,
e una scala per scendere,
tacere,
e sedermi accanto a te come allora.
Mi sono alzata per chiudere la porta dell’armadio.
La mia casa è tranquilla,
nell’aria ronza tenue la lontana sirena di una nave.
Coloro che più amo dormono:
mia figlia, rimboccata nei suoi nove anni
e Felix indifeso davanti ai suoi trentotto.
Alla fine si spegne l’eco delle navi.
Torno a letto.
— Buona notte papà. A domani se Dio vuole.
Buon riposo.
Francisca Aguirre
traduzione di Raffaella Marzano
Los trescientos escalones
Estaba todo quieto en la casa apagada.
Hasta el día siguiente, hasta sabe Dios cuándo
el silencio reinaba como un ídolo antiguo.
No funcionaban las leyes de tráfico,
esas imprescindibles ordenanzas
que hay que acatar para transitar el pasillo.
Es como si la noche propusiera una tregua,
como si al apagar la luz se apagara el peligro.
Escucho. Nada. Todos callan unánimes.
Mirar la oscuridad es profesar de muerto:
los ojos van de lo negro que nos habita
a lo negro que nos envuelve.
Somos los apagados, los ausentes,
los que gavillan tiempo en sus muñecas;
somos los auditores del silencio
y ese silencio es como un túnel por el que sólo avanza el tiempo.
No ver, no estando ciegos, es hundirse en el tiempo.
El armario, con su puerta entreabierta da a las costas de Francia.
Oigo los barcos que salen o entran por el puerto del Havre.
Veo tres niñas muy contentas, en Barcelona,
porque se iban de viaje:
se acababan los bombardeos,
ya no tendrían que esconderse debajo de aquella escalerita
que conducía a las habitaciones superiores
mientras oían, espantadas, el agudo silbido de las bombas.
Nos íbamos, nos íbamos a Francia.
Y así, llegamos a Bañolas:
nosotras contentísimas de ver el lago,
papá, mamá y la abuela
arrastrando su corazón, empujándolo a la frontera.
París fue para mí, durante mucho tiempo, un gato.
Había un gato en aquella pobre pensión en que vivimos,
un gato que dormía al lado de una estufa.
Yo nunca vi París: tan sólo vi ese gato.
Y nos fuimos al Havre para tomar un barco.
Nosotras con dos muñecos y un monito,
papá con su caja de pinturas y un sueño acorralado,
un sueño convertido en pesadilla,
un sueño multitudinario
arrastrado como único equipaje
por una interminable procesión de solos.
Pero aquel barco no llegó a su puerto:
esperamos mientras mamá, para alumbrarnos,
cantaba algunos días El niño judío: «De España vengo, soy española».
No llegó el barco. Llegaron aviones alemanes.
Hubo que caminar a gatas por las habitaciones del hotel,
que estaba frente al puerto.
Aquel hotel tenía un nombre,
se llamaba «La Rotonde de La Gare».
Papá pintaba. Y como Modigliani,
iba a ofrecer sus cuadros a las gentes. Tampoco a él le compraban.
Nosotras aprendimos francés en dos semanas.
El reloj de La Gare ha dado un cuarto,
papá me dice que levante la cara un poco más,
dos o tres pinceladas y termina el retrato.
Mi padre, no sé bien por qué, me pintó de japonesa.
Para siempre quedé con mi abanico,
con los ojos ligeramente oblicuos y asombrados,
en una edad más bien indefinida
y con una diadema de pensamientos sobre el pelo.
Papá, vamos al puerto, vamos al puerto ahora que hay tiempo
y luego vámonos corriendo a ver el Bois des Hallates,
vamos, que se perdió tu cuadro y ya sólo podré verlo contigo y para siempre.
Papá, perdimos tantas cosas
además de la infancia y los trescientos escalones que tú pintaste
nunca he sabido si para decirnos que había que subirlos o bajarlos.
Y ahora pienso, desde tu mano que me ayudaba a recorrerlos,
que tal vez me dijiste entonces
que había que subirlos y bajarlos
y para eso los pintaste
y para eso pasaste días enteros
pintando una escalera interminable,
una hermosa escalera rodeada de árboles y árboles,
llena de luz y amor,
una escalera para mí,
una escalera para que pudiera subir,
vivir,
y una escalera para descender,
callar,
y sentarme a tu lado como entonces.
Me he levantado para cerrar la puerta del armario.
Está mi casa sosegada,
apenas en el aire zumba tenue la remota sirena de un barco.
Los que más amo duermen:
mi hija, arropada en sus nueve años
y Félix indefenso ante sus treinta y ocho.
Al fin se extingue el eco de los barcos.
Vuelvo a la cama.
— Buenas noches, papá. Hasta mañana si Dios quiere. Que descanses.
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